Euskal Memoriako blogak
Días de la memoria
2017-02-02
Giovanni Giacopuzzi - Escritor
Hay días de la memoria en donde estamos forzados a recordar, porque sabemos que en el día a día nos olvidamos. El día del discapacitado, del enfermo raro, del homosexual, de la mujer, de la Shoa, y después las memorias, más locales, de las liberaciones, de las masacres, de las victorias guerrilleras, de las caídas de dictaduras, de las cartas magnas. Hay también días para recordar que estamos enamorados, por si acaso nos olvidamos. Pero siempre esas memorias son muestra de cuántos olvidos están conformadas nuestra vidas. De cuantas retóricas están detrás de estas memorias conmemorativas, que muchas veces contribuyen a desmemoriar nuestra existencia.
Porque si tenemos que recordar es para hacer que los errores repetidos, es decir los crímenes del pasado, no vuelvan a repetirse. Y este recuerdo debe ser interiorizado, como comer con la boca o escuchar con el oído. Es un dedo pulgar, opuesto al resto de los dedos, el que hace que podamos fabricar objetos. Un hito trascendental, como muchos otros en nuestra vida. Y esto lo hemos aprendido y no tenemos que celebrarlo cada día, ni tampoco un día al año. Lo que no hemos todavía aprendido es a hacer las cuentas con nuestra historia. Nos vestimos con camisetas, pantalones, jerseys de algodón y sin embargo nos importa muy poco el cómo y el quién los hace. La memoria nos dice que el algodón fue el primer producto cuya explotación contribuyó al comienzo de la era del capitalismo global, un capitalismo que se estrena con su espíritu fundamental, que es el capitalismo de guerra. La primera acumulación de capital fue criminal: expansión imperialista, expropiación de las tierras y esclavismo, verdadero parámetro filosófico fundamental del capitalismo, es decir producción al más bajo coste posible de mano de obra. Eso pasaba, se dirá, en el año 1800, hoy el mundo ha cambiado, hemos aprendido. ¿Sí? ¿De verdad?
Parafraseando a Sven Beckert, el capitalismo de guerra creó un “dentro” y un “fuera”. El imperio de la ley dentro, en el “mundo civilizado”, y aparte un “fuera”, en donde el mundo civilizado explotaba, esclavizaba, expropiaba. La religión capitalista no se diferenciaba de las religiones monoteístas. Ortodoxia católica dentro; pecadores, heréticos, paganos, fuera; el dār al-ḥarb y el dār al-Islām, islámico. Los “fundamentalismos” se imparten en las escuelas coránicas, pero también en la universidad de Harvard. Así que la memoria que nos hace ver el desastre de esa idea egocéntrica, sigue pidiéndonos aprender, aunque nuestros oídos estén sordos. Antes se esclavizaba, ahora se deslocaliza para hacer prendas al menor coste posible. Como hace 200 años. La tragedia de Rana Plaza de 2013 en Bangladesh, 1.134 personas muertas y 2.500 heridas, sobre todo mujeres, por el derrumbe de un edificio que albergaba talleres textiles, fue una tragedia anunciada que revelaba lo que el capitalismo deslocalizado produce día a día. No mueren todos los días, pero la producción de ropa de algodón, casi dos siglos después, sigue produciendo muerte y explotación.
Un trabajador de los talleres textiles que producen para multinacionales gana 54 euros mensuales por 12-14 horas de trabajo al día, cuando un sueldo digno para el coste de la vida en Bangladesh sería de 300 euros. Y cuando en julio de 2016 un comando de salafistas mata en Daca a 20 ciudadanos europeos, nueve de ellos eran empresarios textiles italianos. A los islamistas les importaba un bledo cómo esos europeos explotaban a las trabajadoras bengalíes. Víctimas y verdugos, en ese caso, coincidían en los fundamentalismos, religioso para unos, económico para los otros.
Víctimas del derrumbe del edificio Rana Plaza y familiares reclaman sus derechos. Foto HRW
La memoria debería ser un humus que hace florecer, con lo bueno del pasado, el presente, para construir el futuro. Esas maquinarias fundamentalistas nos envuelven a todos, porque las alternativas no consiguen imponer su hegemonía cultural y de costumbres, cómo hacer que la memoria del pasado nos indique e inspire también nuestro qué hacer. Volver a otorgar su función al instrumento -la organización económica, el dinero, el gobierno, la información, la educación - , y quitarle la autoreferencialidad, es decir el fin en sí mismo, puede ser un primer paso, si comenzamos por nosotros mismos. ♦