Euskal Memoriako blogak
Daños inolvidables
2018-01-19
Joxerra Bustillo Kastrexana
Esta vez no voy a hablar de memoria histórica, sino de memoria a secas. De la que atesoran hombres y mujeres nacidas en los años cincuenta y sesenta. Gentes que han sufrido en sus propias carnes las heridas de una Dictadura implacable que algunos insisten en querer blanquear, dulcificar, disimular enmascarar.
En el transcurso de mi trabajo cotidiano me encuentro con personas desconocidas que me abren su corazón, que se sienten protegidas al expresar a alguien de esta fundación sus amarguras pasadas, a veces bien presentes todavía.
No sé quién fue el diseñador del cerebro humano, pero lo cierto es que lo hizo tan bien que décadas después nos viene a la mente aquella cancioncilla que canturreábamos en la infancia o recordamos con nitidez la primera vez que escuchamos el Yellow submarine de los Beatles por la radio. Es la poderosa fuerza de nuestra memoria musical, capaz de albergar en el disco duro de nuestro cerebro miles de melodías y de distinguirlas sin mayor esfuerzo.
Los dos casos que rescato para elaborar este artículo no tienen nada que ver con la música, pero sí con la poderosa memoria que nos acerca en un instante los buenos momentos pasados, pero también los malos, los peores, los inolvidables. Los que siempre hemos querido arrojar fuera de nuestra mente pero hemos sido incapaces de hacerlo.
Un día recibo la llamada de un hombre de unos sesenta años que se interesa por su testimonio de tortura, alertado por la presentación pública en esas fechas del informe elaborado por el IVAC. Le noto nervioso, intento darle confianza, otorgarle certezas, alejarle incertidumbres. J.R.L.L., que así se llama, me cuenta someramente lo que le pasó en una comisaría de policía tras ser detenido. Al cabo de unos instantes empieza a llorar. Un hombre, que puede ser abuelo, llorando por teléfono ante un desconocido. Intento calmarle, al de un tiempo lo consigo. Nos despedimos. No nos conocemos, pero hemos sintonizado en el dial telefónico con el horror de la tortura, con uno de los fenómenos que en mayor medida desacredita al ser humano como homo sapiens y lo equipara a la peor de las bestias.
Días después recibo la llamada de otra persona, J.A.B.E., preocupada porque un atentado de guerra sucia del que fue testigo no aparece en nuestras listas. La verdad es que sí aparece, le digo. Él insiste en contármelo, en darme detalles de unos hechos que sucedieron en 1980, va para los 38 años, y que recuerda como el primer día. La irrupción de guardias civiles en el bar, la presencia de un informador junto al cuartel, la bomba en los baños, la gruesa pared que les salvó la vida, las heridas por los cristales rotos. Una memoria prodigiosa de un hombre que tampoco tenía en aquel tiempo especiales preocupaciones políticas, pero que a la primera relacionó la reivindicación del BVE con la presencia policial en una localidad vizcaína de la que no diré el nombre. Memoria del testigo presencial de un atentado que podía haber sido otro bar Aldana de Alonsotegi, otro horror, otra carnicería, aunque quedó en un herido leve, un gran susto y cuantiosos daños materiales.
Con los años, del hecho tan solo quedara el apunte en registros memorialistas como el de Euskal Memoria, apenas cuatro líneas con los datos principales. Y llegará un día en que J.A.B.E. dejará de contar a amigos y familiares los detalles del atentado que tanto le marcó y el recuerdo de aquel estallido, como el de las torturas en la comisaría de J.R.L.L., se irá diluyendo en la memoria líquida de nuestros antepasados.
Ningún esfuerzo es poco a la hora de intentar preservar la memoria de los perseguidos, de los humillados, de los condenados a sufrir. A veces, en esa inmensa tarea, lo único que se puede hacer es escuchar a quien quiere contar su testimonio personal, ese que le ha impedido dormir tantas noches. Escuchar, comprender, abrazar al doliente es también una forma de preservar la memoria de los de abajo frente a los canallas que dominan este infame planeta. ●